martes, 17 de febrero de 2009
Passenger
Caminábamos por las calles de una ciudad a la que reconocí de inmediato, pero no a la cual no quise darle un nombre. Apurados. Mi jefe tenía cierta urgencia por cumplir con la misión. Recorrimos las calles cercanas a la plaza, buscándola. Nos invadían letreros coloridos, publicidades llamativas, todas en cientos de tonos que se volvían enfermizos a la vista, arremolinándose sobre nosotros. Hablar de los colores me llevaría horas, tal vez días, porque era tal su importancia, que no mencionarlos, haría menos verdadera – al menos para mí – a la historia.
Decidimos separarnos en una esquina, no mucho después de haber iniciado la búsqueda. Recuerdo un buzón, y un toldo verde sobre nosotros. – La fábrica de dulces – me dije a mí mismo. Mi jefe dobló en esa misma esquina, y allí lo perdí de vista. Viajé por las galerías, que se conectaban unas con otras, interminables. Los brillantes tonos siempre girando sobre mi cabeza.
Llegué a un restaurant. Me sentí impulsado a ingresar, escrutando a los presentes con una dura mirada. Segundos más tarde, me hallo en la estrecha cocina, casi saliendo del lugar, desesperanzado, en un incómodo pasillo, cuando noto por primera vez su presencia. Esa presencia que había aprendido a olvidar y maldecir. Ella no escapa. Se mantiene en su lugar, mientras me acerco, con un caminar pausado y amenazador.
- Sabía que vendrías – Dijo desganada.
- Tenía que despedirme -, respondí sin mirarla.
No puedo recordar mucho de lo que sucedió a continuación, ni el resto de la conversación, pero si logré perpetuar ese sentimiento de saber con fría y cruel certeza que ella no significaba nada. Era una bolsa de carne y huesos, imperfecta por donde se la mire. Hueca, vacía. No era una persona, sino un contenedor de cosas que fueron, y jamás volverían a ser.
Nada más.
Fue como si se desmaterializase frente a mí. Eclipsada hacia la nada, oscura y dispersa. Estuvo, respiró, e intercambiamos palabras, con la coherencia que puede tenerse con alguien tan anómala como ella. Y así se desvaneció. En tan solo un segundo, ya no estaba allí. Analizando los eventos, descubrí que solo existía en mi mente, y que mi memoria se había encargado de expulsarla casi de inmediato.
Me descubrí caminando, solo, hacia el conocido edificio de hierro y cemento, el cual no mencionaré. Me tomé unos segundos para admirar el paisaje, enorme, abarcando la totalidad de mi campo visual. Los colores asfixiantes habían desaparecido, dando paso a tonos mas reales. En el centro, un gigantesco rectángulo de pasto, verde y brillante, con frondosos árboles, bancos blancos y gente divirtiéndose. A sus límites, se erigían como vigilantes, los edificios más grandes que haya visto, desproporcionadamente anchos, aunque con una altura no menor a los 30 pisos. Noté ventanas, cientos, miles; celestes, reflejando los afables tonos del cielo más claro que mis ojos hayan disfrutado alguna vez.
Entré, y me esperaban. Como siempre. El encargado del ascensor me llevó hasta mi piso, sin preguntarme donde me dirigía. Yo conocía a este hombre, sólo que no podía recordar su nombre. El ascensor era espacioso, tal vez demasiado para los existentes en el mundo real. Metálico, negro, imposible de olvidar, de una manera algo aterradora. Un conjunto de elementos que el ser humano todavía no había tenido la capacidad de diseñar.
Llegamos, y abandono al hombre y su ascensor futurista.
Avanzo por un estrecho corredor, guiado por mis instintos, hacia el lugar donde debía llegar. Donde pertenecía. Algo en mí estaba programado con minuciosidad, y me encontré allí, nuevamente sin saber como había aparecido en esa habitación. La luz no era abundante, ya que no había ventanas, y por primera vez, me sentí extraño en ese lugar que me había sido tan natural.
Estaba adentro.
Una por una, traté de ubicar las caras, enfocándome sobre cada una de ellas. Rostros sin importancia, producidos en serie, opacos y sin vida.
Casi al abandonar mi búsqueda, descorazonado, me encuentro con una cara familiar. Nuevamente, lo conocía, pero no tenía un nombre para poner con su rostro. Pero alguien más estaba allí. Y giré hacia ella, mientras me sentaba en el fondo de la habitación, justo a sus espaldas. Había notado ese cabello rubio con anterioridad, esa expresión por la que yo habría destruido el mundo, en caso de ser necesario, para volverla a encontrar. Ella era la cara que siempre había necesitado. No se lo dije, pero ella aprendía rápido. Y ya lo sabía. Sabía todo sobre mí. Sobre mí, mis cicatrices profundas, mi sonrisa que buscaba imitar la de un ser humano normal.
No tuvimos que hablar demasiado, nos entendimos, y decidimos escapar de allí, para ver la gigantesca plaza, los altos edificios, y la luz del Sol. Bajamos por la zona de servicio, ya que recuerdo caños, conexiones y tubos, oxidados, trabajando al máximo. No se como lo logramos, ya que allí no había escaleras, y era virtualmente imposible el descenso de piso a piso, a no ser que utilizáramos los horribles ascensores gigantes. Porque todo era desmesurado allí. Nada tenía sentido, ni tiempo. Solo nosotros.
Llegamos abajo, y admiramos juntos, por primera vez, la inmensidad del paisaje frente a nosotros. Nadie podría detenernos. Me perdí en los árboles, el cielo, y en ella. Se veía diferente. Ahora, su cabello era negro, abundante y peinado prolijamente hacia atrás. No importaba. Yo sabía que era la misma de siempre. Se veía más alegre. Llena de vida.
Algo se acercaba en la esquina, brotando ruidosamente entre tanto urbanismo, a toda velocidad. Un fantasma blanco, pegado al piso. Era un auto, y lo reconocí de inmediato. Era mío.
Mi jefe iba aferrado al volante de madera y metal, y se detuvo frente a nosotros.
Nos subimos apurados, aunque nadie nos perseguía. Éramos los dueños de todo lo que allí se encontraba. Ella estaba sentada atrás, del lado derecho, apoyando su cabeza en el panel bajo la ventanilla, con una gran sonrisa. Inocencia, pureza y elocuencia. Yo iba adelante, y giraba para hablarle secretamente. Nos reímos, mientras el inmaculado espectro nos llevaba, pasando por debajo de puentes y cruces de edificios que se comunicaban entre sí. Como nosotros, entre los asientos de cuero negro. Mi impresión final fue que ella quería asomarse, sacar la cabeza por la ventanilla. Jamás detenerse a mirar atrás, por nada ni nadie…
Y ver el mundo que yo le mostraría.
Y nunca dejar de reír.
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1 comentario:
Saludoss , me sumo a lo que dices al final del texto que has subido ...hay que reír hasta el maldito final hahaha , saludos cuídate excelente blogs . www.thepostmortemnews.blogspot.com
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