La pequeña Katherine vivía sola. Había tratado de morir por quinta vez. Era hermosa. Sus enrulados cabellos dorados le cubrían la cara, llevados por el viento. La cabeza hacia abajo.
A esa altura, el frío la congelaba. Aunque no le importaba demasiado. Ansiaba la libertad. Nunca entendió que en el mundo, había cosas mucho más importantes que la tristeza. Se sabía inteligente. Más que el excesivo ganado humano. Las masas estúpidas, como ella los llamaba. Únicamente le hacía caso a sus sueños. Esa noche, había soñado con fuego. Sobre las plazas. Sobre los edificios, sobre las personas allí abajo.
Se paró en la cornisa. Sus pies blancos ignoraron la piedra húmeda bajo ellos. No miraba hacia abajo, sino hacia el horizonte. Deseando el fuego. Lo imaginaba. La liberación. Tenía los ojos cerrados aún. Segundos, minutos, pasaron.
Los párpados se separaron, y dejaron ver esos ojos azules, profundos e incontenibles. Ojos de sabiduría, tristeza, y convencimiento.
Se dejó caer...
En ese último segundo, Katherine fue feliz.
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